Diego Arce Mata*
Con el objetivo de terciar en la polémica que recientemente se ha originado en torno a la labor del Defensor dentro del proceso penal y la discusión sobre los límites que debe tener éste a la hora de realizar su trabajo, este pequeño artículo pretende abordar dichas controversias desde el punto de vista del cristal a través del cual se miran las actuaciones del Defensor dentro de un proceso penal.
Señala don Carlos Tiffer[1] que en el contexto actual la sensación de impunidad genera sentimientos de venganza entre la gran mayoría de la gente lo que hace que se considere indigno defender al “delincuente”, revelándose -agrego yo- ciertos grupos de presión interesados en explotar una imagen de empatía con las víctimas lo que hace entonces que resulte más cómodo y populista matricularse o identificarse con ellas. Nada más cercano a la realidad que lo que nos señala el profesor Tiffer, quién termina señalando que todas estas consideraciones hacen mucho más dificultosa la labor del Defensor ya sea público o privado.
Ciertamente nos encontramos en un momento histórico donde la demanda por mano dura, la sensación de inseguridad –muchas veces magnificada por los medios de comunicación masiva-, la impresión de un alto grado de impunidad y el aumento del número de delitos hacen que el cargo de Defensor sea uno de los puestos más impopulares y hasta despreciados por la gran mayoría de la población. Varias han sido las ocasiones en que algún familiar o amigo -luego de explicarles la labor que desempeñamos en la Defensa Pública- han cuestionado mi moral, mis principios y han visto como descabellada la idea de que se tenga que defender a un “delincuente”.
Desde el momento en que a un ciudadano cualquiera se le puede empezar a llamar “imputado”, se convierte en enemigo de toda la sociedad; se activa en el imaginario colectivo la pulsión que conduce a percibirlo como un extraño, un antisocial, un “enemigo” y como tal hay que tratar a toda costa de que vaya directamente a la cárcel sin importar lo que hizo, cómo lo hizo o por qué lo hizo. Desde el momento en que las televisoras hacen la toma de una persona con un paño en la cabeza, esposado y siendo introducido en una “perrera” ya lo único que importa es que esa persona no vuelva a estar nunca más en libertad. Es decir, en ese momento el imputado está solo contra el mundo y a nadie se le ocurre pensar en su bienestar, por eso cuando llega el Defensor (el único que estará de su lado y defendiendo sus intereses a lo largo del proceso) a presentarse como su aliado inmediatamente se ve en él otro extraño, otro antisocial, otro enemigo.
Esta falta de popularidad y esta visión general de que los Defensores son “Defensores de la delincuencia”, es grave desde el punto de vista de la inconsciencia de la gente sobre la importancia del Derecho de Defensa en un Estado Social de Derecho; pero lo es aún más cuando esta impopularidad se ve reflejada ya no en la opinión general de la población sino en los propios estrados judiciales. Es decir, no solo el pueblo descalifica y repudia la actuación del Defensor sino que -eso sí, de una manera más solapada y silenciosa- los propios operadores judiciales lo hacen también a diario en los procesos judiciales penales.
Los tres temas que desarrolla Roberto Madrigal Zamora[2] en su artículo haciendo alusión a lo señalado por el profesor Tiffer, a saber: el deber de lealtad del defensor para con otros actores procesales, la ejecución de maniobras dilatorias y el ofrecimiento de testigos falsos son algunos de los tópicos sobre los cuales trata de evidenciarse (erróneamente) una mala o sospechosa forma de ejercer la defensa en un proceso penal. Llama la atención tal y como lo señala Madrigal Zamora que cualquier actuación de la Defensa que tenga como consecuencia el alargamiento del proceso es considerada como “maniobra dilatoria”, sin embargo ese calificativo jamás se le dará a la actuación de los jueces de tomarse el término para la redacción de la sentencia cuando dictan una sentencia oral. Pero en mi opinión esta forma de calificar las actuaciones dependiendo del sector de donde vengan, no es más que un reflejo en estrados judiciales del populismo punitivo que se palpa en las calles.
A nadie se le ocurriría cuestionarle a un fiscal o a un querellante la legitimidad de los testigos que presentan. En el momento en que un testigo de cargo se sienta en la silla para rendir declaración existe para él una especie de “presunción de veracidad” y por lo tanto si el testigo es medianamente coherente en su relato, no se traba mucho y resiste los interrogatorios, de inmediato los jueces plasman en sus sentencias que el testimonio de ese testigo fue totalmente creíble; pero cuando es un testigo de la Defensa el que va a rendir declaración, entonces se sospecha que va a mentir y que lo único que quiere hacer es favorecer al imputado –como si los testigos de cargo no quisieran favorecer la versión del ente acusador- consagrando de esta manera una moderna aplicación del anacrónico instituto de la “tacha de testigos.”
Las únicas “maniobras dilatorias” son las que hace la Defensa, de los únicos que hay que sospechar cuando presentan testigos es del imputado y su Defensor, al único que se le achacan faltas al deber de lealtad con los demás sujetos procesales es al Defensor, pero yo me pregunto: ¿Por qué nadie levanta la voz cuando un fiscal, con evidente ensañamiento y faltando al deber de objetividad al que sí está obligado llega a una Audiencia de Medidas Cautelares a solicitar una prisión preventiva sabiendo de antemano que no se cumple ni un solo requisito legal para imponerla?, ¿por qué no se abren causas disciplinarias contra los jueces que temerariamente dictan un encierro preventivo o una condenatoria a un imputado sin ningún tipo de fundamento legal? ¿Por qué no son noticia los fiscales y jueces que participaron en un proceso donde el imputado, luego de pasar encerrado preventivamente seis o más meses, es declarado en juicio inocente por certeza? La respuesta a estas interrogantes es muy sencilla: hacerlo sería una decisión impopular, como impopulares son el imputado y su Defensor y por lo tanto equivocarse del lado de “los malos” va a ser mucho menos grave que equivocarse del lado de “los buenos”. Es más, no faltarán aquellos que aplaudan las equivocaciones que afecten al imputado.
De esta manera parece que se desvirtúa por completo el principio de inocencia que cubre al imputado durante todo el proceso; es algo de lo que todos hablan, todos lo saben, pero muy pocos lo creen y respetan. Este principio va más allá de la trillada frase de que se es “inocente hasta que se le demuestre lo contrario”, pero resulta que lo menos que se hace es tratar a los imputados como inocentes. Hay una peligrosa tendencia a creer que todo lo que hace el imputado o lo que por él se hace es cuestionable, de dudosa procedencia o por lo menos oscuro y sucio. Ya no tengo tan claro si es que la gente no sabe en realidad cuál es la verdadera función del Defensor o si más bien es que precisamente porque sí la saben la repudian y tratan de desprestigiarla desde todos los sectores.
Me cuesta mucho trabajo creer que estemos en un país donde la mayoría de las personas sean conscientes de que mañana pueden ser ellas las que estén esposadas y cubriéndose la cara ante las cámaras, me resulta difícil convencerme de que exista un ente acusador totalmente objetivo tal y como lo exige el Código Procesal Penal y una Judicatura completamente imparcial que no se deje amedrentar por las amenazas de perder su puesto si deja libres a los acusados; de lo que sí estoy seguro es de que existe una Defensa Pública totalmente subjetiva, –como lo manda la ley- completamente comprometida y decidida a seguir siendo impopular ante los ojos de todos, con tal de luchar por el único al cual le debe lealtad: el imputado.
*Asistente Jurídico en la Defensa Pública de Cartago, Costa Rica
[1] TIFFER, Carlos. Los límites del abogado defensor. En: La Nación. San José ( 19 de agosto y 24 de setiembre de 2010)
[2] Defensa Penal Pública. (2009). < http://www.defensapenalpublica.blogspot.com >.[Consulta:1 octubre. 2010].
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