martes, 12 de octubre de 2010

El ejercicio de la Defensa Penal en una sociedad democrática



LOS LÍMITES DEL ABOGADO DEFENSOR


Roberto Madrigal Zamora*
El primer mérito de los dos artículos que el profesor Carlos Tiffer publicó recientemente en el periódico La Nación –y cuyo nombre copio para mis opiniones-, es el de obligarnos a los defensores a intentar una teorización sobre el tema del ejercicio ético de la defensa penal. Obligación que considero debe ocupar primordialmente a la Defensa Pública por ser el ente que institucionalmente encarna aquel ejercicio, justamente por lo cual representa a más del 90% de la población seleccionada como clientela por el sistema penal (obedeciendo más a su vulnerabilidad más que a su culpabilidad).
Levantando entonces el guante que nos lanza don Carlos, desde mi posición y vocación de defensor público -pero sin representar en modo alguno la voz oficial de la Defensa Pública- me permito intentar con las siguientes líneas un aporte a la discusión.
Como marco conceptual de referencia de la cuestión estipulo las siguientes dos ideas:
1.El defensor no es un colaborador de la administración de justicia: esto significa que si bien es cierto el abogado defensor no tiene un derecho contra el proceso, su única lealtad se debe al ciudadano a quien representa (el imputado) y ninguna de las agencias del control social –desde las formales como la fiscalía o la judicatura hasta las informales como las empresas de trasiego masivo de la información- pueden encajarle el encargo de coadyuvar en la búsqueda de la verdad real, en la consecución del castigo, en el logro de la disminución de la impunidad, en el apoyo al combate de la sensación de inseguridad ciudadana o cualesquiera otras demandas políticamente asociadas con los intereses eventualmente abrazados por el sistema penal.
La ubicación de la Defensa Pública al interno del Poder Judicial es únicamente una fórmula –muy afortunada para la democracia costarricense por cierto- de organización administrativa sin ningún compromiso ideológico político para quienes ejercemos la labor de la defensa de ciudadanos sometidos a la persecución penal.
2.Dentro del proceso penal la víctima no tiene un derecho de defensa: esto significa la reivindicación de la noción de que el proceso penal esta diseñado para defender al ciudadano sometido a la persecución punitiva del Estado. Y está diseñado para defender a este ciudadano por que él es el único que en el proceso penal enfrenta la posibilidad de una sanción; es el único que en el proceso penal enfrenta la aplicación del poder aplastante de la policía, la fiscalía y la judicatura; es en definitiva el único que en el proceso penal puede ver su proyecto de vida destruido sin punto de retorno.
Sin pretender negar la validez de la idea de que quien figura como víctima debe tener el derecho de hacerse oír dentro del proceso penal en ejercicio del acceso a la justicia que la Constitución Política le otorga, ese hacerse oír debe conceptualizarse como un derecho de participación del denunciante o de la víctima pero no como un derecho de defensa porque a la víctima en el proceso penal el poder público no la ataca. Obviamente que la víctima al igual que cualquier otro sujeto del proceso penal (incluidos los abogados defensores, los fiscales, los peritos, etc.) puede verse discriminada o maltratada a raíz de los prejuicios personales, la falta de humanidad, la carencia de sentido de solidaridad, la ausencia de una sólida formación técnica y profesional de quienes desde cualquier nicho procesal ejercen su labor de operadores del derecho -esto por cuanto el proceso penal no es sino un escenario social inmerso dentro de la gran escena global de la vida cotidiana, y que como tal reproduce las inequidades de clase, de género, etc. propias de un sistema capitalista como el que vivimos-.
Pero en lo que es el ejercicio específico del ius puniendi el que recibe el ataque es el imputado y por eso sus facultades sí deben entenderse como un derecho de defensa. La importancia de esta noción es cerrarle el paso a quienes pretender reprochar la prevalencia de derechos en favor del imputado como una forma de impunidad y desvirtuar desde ya lo que desde esta perspectiva sería el falso dilema entre derechos del imputado y derechos de la víctima.
Sustentado lo anterior nos parece que merecen especial atención tres tópicos señalados por el profesor Tiffer en su afán de delinear el desenvolvimiento ético del derecho de defensa, a saber, el deber de lealtad del defensor para con otros actores procesales; la ejecución de maniobras dilatorias y el ofrecimiento de testigos falsos. Mención con la que esperamos demostrar que como parámetros para aquella delineación devienen en aspectos harto ideologizados.
Desde la asepsia con que en los artículos en mención se utilizan conceptos como ética, legalidad u objetividad cualquier discrepancia parece imposible; sin embargo si caemos en la cuenta no sólo de la polisemia de esos conceptos sino sobre todo del proceso de construcción de los mismos desde la perspectiva ideológico política de quien ejerce el poder, empezamos a darnos cuenta de que la discusión no queda ni con mucho aclarada.
Desde la perspectiva suscrita en esta nota de que el defensor no colabora con la administración de justicia, podría decirse que es casi aberrante la posición sostenida por las instancias de casación que tratan de desleal al defensor que recurre en casación la sentencia producida en un abreviado; o sea, que califican de desleal el ejercicio de los derechos del imputado por parte de su defensa técnica. Este ejemplo permite evidenciar como desde el poder (en este caso desde el ejercicio del mismo por parte de los jueces de la máxima instancia decisoria dentro del proceso penal) se construye una noción de lealtad que pasa por alto que el recurso al abreviado es una opción estratégica de la defensa (como lo es la decisión de declarar, de la escogencia del momento en que se ofrece la prueba, del diseño de un determinado interrogatorio, etc.) y que en el tanto no se amenace o engañe a los otros actores procesales el desenvolvimiento de esa estrategia puede llevar al cuestionamiento –por la vía del recurso de casación- de yerros que esos otros actores estaban en capacidad de detectar (caso del fiscal y del juez cuando se cuestiona la insuficiencia probatoria) o de evitar (caso del juez cuando se cuestiona la producción defectuosa de la motivación de la sentencia).
De igual manera si nos abocamos al análisis del parámetro denominado “maniobras dilatorias” nos damos cuenta de la carga ideológica que al mismo se le ha dado en detrimento de los intereses de la defensa. Mientras que prácticamente cualquier actuación de la defensa que tenga como resultado lógico técnico el alargamiento de la marcha del proceso cabría como maniobra dilatoria, lo cual llevaría incluso a la suspensión del término de la prescripción, no sucede a la inversa con las actuaciones de la judicatura. Recientemente la Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia ha considerado irregular y viciada de nulidad la práctica de los tribunales de juicio de acogerse al término para la redacción de la sentencia cuando dictan una sentencia oral; en otras palabras, la práctica de que pese a que la sentencia se va a enunciar de manera verbal no se dicta de inmediato sino que se convoca a las partes para dentro de un determinado plazo haciendo uso del término que la ley acuerda para los casos en que se redacta la sentencia por escrito.
Para la Sala ha sido evidente que se trata de un uso indebido de un plazo legal y de una forma absolutamente improcedente de uso del tiempo que sin duda al venir a suponer la necesidad de realización de un nuevo juicio implica una tardanza en la resolución del asunto. Sin embargo una actuación de ese tipo nunca merecerá en el imaginario forense el calificativo de maniobra dilatoria y por supuesto nunca redundará su denuncia y declaración en un beneficio para el imputado como devendría de considerar inexistente la sentencia malamente dictada con lo cual eventualmente aquel podría verse beneficiado con el instituto de la prescripción.
Finalmente la conceptualización que se haga del tema del ofrecimiento de testigos falsos podría conllevar a la fractura irreparable del núcleo de la relación imputado-defensor, cual es, la relación de confianza. Si se sostiene -como lo hacen muchos- que el defensor que ofrece un testigo que sabe que va a declarar falsamente (sin haber participado de modo alguno en la decisión de esa persona de mentir ni de estar dispuesto a presentarse en estrados judiciales) comete el delito de falso testimonio, la consecuencia será que el defensor deberá permanecer ignorante de la verdad del caso cuando la misma sea una que incrimina al acusado. Esto por cuanto si el acusado le confiesa ser responsable del hecho pero no estar dispuesto a aceptar una condena el defensor se vería imposibilitado de ejercer cualquier gestión judicial de ofrecimiento de prueba que tienda a exonerar al imputado porque toda ella sería necesariamente falsa.
Debería entonces el defensor permanecer en la ignorancia, no propiciar que en ejercicio de una relación de confianza su defendido le cuente incluso la verdad que lo perjudica para así actuar siempre de buena fe al no saber que está ofreciendo prueba que no puede ser verdadera o…defender solo a inocentes.

Defensor Público en Cartago, Costa Rica

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