lunes, 25 de octubre de 2010

El ejercicio de la Defensa en una sociedad democrática


El Defensor: el impopular dentro del populismo


Diego Arce Mata*



Con el objetivo de terciar en la polémica que recientemente se ha originado en torno a la labor del Defensor dentro del proceso penal y la discusión sobre los límites que debe tener éste a la hora de realizar su trabajo, este pequeño artículo pretende abordar dichas controversias desde el punto de vista del cristal a través del cual se miran las actuaciones del Defensor dentro de un proceso penal.
Señala don Carlos Tiffer
[1] que en el contexto actual la sensación de impunidad genera sentimientos de venganza entre la gran mayoría de la gente lo que hace que se considere indigno defender al “delincuente”, revelándose -agrego yo- ciertos grupos de presión interesados en explotar una imagen de empatía con las víctimas lo que hace entonces que resulte más cómodo y populista matricularse o identificarse con ellas. Nada más cercano a la realidad que lo que nos señala el profesor Tiffer, quién termina señalando que todas estas consideraciones hacen mucho más dificultosa la labor del Defensor ya sea público o privado.
Ciertamente nos encontramos en un momento histórico donde la demanda por mano dura, la sensación de inseguridad –muchas veces magnificada por los medios de comunicación masiva-, la impresión de un alto grado de impunidad y el aumento del número de delitos hacen que el cargo de Defensor sea uno de los puestos más impopulares y hasta despreciados por la gran mayoría de la población. Varias han sido las ocasiones en que algún familiar o amigo -luego de explicarles la labor que desempeñamos en la Defensa Pública- han cuestionado mi moral, mis principios y han visto como descabellada la idea de que se tenga que defender a un “delincuente”.
Desde el momento en que a un ciudadano cualquiera se le puede empezar a llamar “imputado”, se convierte en enemigo de toda la sociedad; se activa en el imaginario colectivo la pulsión que conduce a percibirlo como un extraño, un antisocial, un “enemigo” y como tal hay que tratar a toda costa de que vaya directamente a la cárcel sin importar lo que hizo, cómo lo hizo o por qué lo hizo. Desde el momento en que las televisoras hacen la toma de una persona con un paño en la cabeza, esposado y siendo introducido en una “perrera” ya lo único que importa es que esa persona no vuelva a estar nunca más en libertad. Es decir, en ese momento el imputado está solo contra el mundo y a nadie se le ocurre pensar en su bienestar, por eso cuando llega el Defensor (el único que estará de su lado y defendiendo sus intereses a lo largo del proceso) a presentarse como su aliado inmediatamente se ve en él otro extraño, otro antisocial, otro enemigo.
Esta falta de popularidad y esta visión general de que los Defensores son “Defensores de la delincuencia”, es grave desde el punto de vista de la inconsciencia de la gente sobre la importancia del Derecho de Defensa en un Estado Social de Derecho; pero lo es aún más cuando esta impopularidad se ve reflejada ya no en la opinión general de la población sino en los propios estrados judiciales. Es decir, no solo el pueblo descalifica y repudia la actuación del Defensor sino que -eso sí, de una manera más solapada y silenciosa- los propios operadores judiciales lo hacen también a diario en los procesos judiciales penales.
Los tres temas que desarrolla Roberto Madrigal Zamora
[2] en su artículo haciendo alusión a lo señalado por el profesor Tiffer, a saber: el deber de lealtad del defensor para con otros actores procesales, la ejecución de maniobras dilatorias y el ofrecimiento de testigos falsos son algunos de los tópicos sobre los cuales trata de evidenciarse (erróneamente) una mala o sospechosa forma de ejercer la defensa en un proceso penal. Llama la atención tal y como lo señala Madrigal Zamora que cualquier actuación de la Defensa que tenga como consecuencia el alargamiento del proceso es considerada como “maniobra dilatoria”, sin embargo ese calificativo jamás se le dará a la actuación de los jueces de tomarse el término para la redacción de la sentencia cuando dictan una sentencia oral. Pero en mi opinión esta forma de calificar las actuaciones dependiendo del sector de donde vengan, no es más que un reflejo en estrados judiciales del populismo punitivo que se palpa en las calles.
A nadie se le ocurriría cuestionarle a un fiscal o a un querellante la legitimidad de los testigos que presentan. En el momento en que un testigo de cargo se sienta en la silla para rendir declaración existe para él una especie de “presunción de veracidad” y por lo tanto si el testigo es medianamente coherente en su relato, no se traba mucho y resiste los interrogatorios, de inmediato los jueces plasman en sus sentencias que el testimonio de ese testigo fue totalmente creíble; pero cuando es un testigo de la Defensa el que va a rendir declaración, entonces se sospecha que va a mentir y que lo único que quiere hacer es favorecer al imputado –como si los testigos de cargo no quisieran favorecer la versión del ente acusador- consagrando de esta manera una moderna aplicación del anacrónico instituto de la “tacha de testigos.”
Las únicas “maniobras dilatorias” son las que hace la Defensa, de los únicos que hay que sospechar cuando presentan testigos es del imputado y su Defensor, al único que se le achacan faltas al deber de lealtad con los demás sujetos procesales es al Defensor, pero yo me pregunto: ¿Por qué nadie levanta la voz cuando un fiscal, con evidente ensañamiento y faltando al deber de objetividad al que sí está obligado llega a una Audiencia de Medidas Cautelares a solicitar una prisión preventiva sabiendo de antemano que no se cumple ni un solo requisito legal para imponerla?, ¿por qué no se abren causas disciplinarias contra los jueces que temerariamente dictan un encierro preventivo o una condenatoria a un imputado sin ningún tipo de fundamento legal? ¿Por qué no son noticia los fiscales y jueces que participaron en un proceso donde el imputado, luego de pasar encerrado preventivamente seis o más meses, es declarado en juicio inocente por certeza? La respuesta a estas interrogantes es muy sencilla: hacerlo sería una decisión impopular, como impopulares son el imputado y su Defensor y por lo tanto equivocarse del lado de “los malos” va a ser mucho menos grave que equivocarse del lado de “los buenos”. Es más, no faltarán aquellos que aplaudan las equivocaciones que afecten al imputado.
De esta manera parece que se desvirtúa por completo el principio de inocencia que cubre al imputado durante todo el proceso; es algo de lo que todos hablan, todos lo saben, pero muy pocos lo creen y respetan. Este principio va más allá de la trillada frase de que se es “inocente hasta que se le demuestre lo contrario”, pero resulta que lo menos que se hace es tratar a los imputados como inocentes. Hay una peligrosa tendencia a creer que todo lo que hace el imputado o lo que por él se hace es cuestionable, de dudosa procedencia o por lo menos oscuro y sucio. Ya no tengo tan claro si es que la gente no sabe en realidad cuál es la verdadera función del Defensor o si más bien es que precisamente porque sí la saben la repudian y tratan de desprestigiarla desde todos los sectores.
Me cuesta mucho trabajo creer que estemos en un país donde la mayoría de las personas sean conscientes de que mañana pueden ser ellas las que estén esposadas y cubriéndose la cara ante las cámaras, me resulta difícil convencerme de que exista un ente acusador totalmente objetivo tal y como lo exige el Código Procesal Penal y una Judicatura completamente imparcial que no se deje amedrentar por las amenazas de perder su puesto si deja libres a los acusados; de lo que sí estoy seguro es de que existe una Defensa Pública totalmente subjetiva, –como lo manda la ley- completamente comprometida y decidida a seguir siendo impopular ante los ojos de todos, con tal de luchar por el único al cual le debe lealtad: el imputado.

*Asistente Jurídico en la Defensa Pública de Cartago, Costa Rica



[1] TIFFER, Carlos. Los límites del abogado defensor. En: La Nación. San José ( 19 de agosto y 24 de setiembre de 2010)
[2] Defensa Penal Pública. (2009). < http://www.defensapenalpublica.blogspot.com >.[Consulta:1 octubre. 2010].

martes, 12 de octubre de 2010

El ejercicio de la Defensa Penal en una sociedad democrática



LOS LÍMITES DEL ABOGADO DEFENSOR


Roberto Madrigal Zamora*
El primer mérito de los dos artículos que el profesor Carlos Tiffer publicó recientemente en el periódico La Nación –y cuyo nombre copio para mis opiniones-, es el de obligarnos a los defensores a intentar una teorización sobre el tema del ejercicio ético de la defensa penal. Obligación que considero debe ocupar primordialmente a la Defensa Pública por ser el ente que institucionalmente encarna aquel ejercicio, justamente por lo cual representa a más del 90% de la población seleccionada como clientela por el sistema penal (obedeciendo más a su vulnerabilidad más que a su culpabilidad).
Levantando entonces el guante que nos lanza don Carlos, desde mi posición y vocación de defensor público -pero sin representar en modo alguno la voz oficial de la Defensa Pública- me permito intentar con las siguientes líneas un aporte a la discusión.
Como marco conceptual de referencia de la cuestión estipulo las siguientes dos ideas:
1.El defensor no es un colaborador de la administración de justicia: esto significa que si bien es cierto el abogado defensor no tiene un derecho contra el proceso, su única lealtad se debe al ciudadano a quien representa (el imputado) y ninguna de las agencias del control social –desde las formales como la fiscalía o la judicatura hasta las informales como las empresas de trasiego masivo de la información- pueden encajarle el encargo de coadyuvar en la búsqueda de la verdad real, en la consecución del castigo, en el logro de la disminución de la impunidad, en el apoyo al combate de la sensación de inseguridad ciudadana o cualesquiera otras demandas políticamente asociadas con los intereses eventualmente abrazados por el sistema penal.
La ubicación de la Defensa Pública al interno del Poder Judicial es únicamente una fórmula –muy afortunada para la democracia costarricense por cierto- de organización administrativa sin ningún compromiso ideológico político para quienes ejercemos la labor de la defensa de ciudadanos sometidos a la persecución penal.
2.Dentro del proceso penal la víctima no tiene un derecho de defensa: esto significa la reivindicación de la noción de que el proceso penal esta diseñado para defender al ciudadano sometido a la persecución punitiva del Estado. Y está diseñado para defender a este ciudadano por que él es el único que en el proceso penal enfrenta la posibilidad de una sanción; es el único que en el proceso penal enfrenta la aplicación del poder aplastante de la policía, la fiscalía y la judicatura; es en definitiva el único que en el proceso penal puede ver su proyecto de vida destruido sin punto de retorno.
Sin pretender negar la validez de la idea de que quien figura como víctima debe tener el derecho de hacerse oír dentro del proceso penal en ejercicio del acceso a la justicia que la Constitución Política le otorga, ese hacerse oír debe conceptualizarse como un derecho de participación del denunciante o de la víctima pero no como un derecho de defensa porque a la víctima en el proceso penal el poder público no la ataca. Obviamente que la víctima al igual que cualquier otro sujeto del proceso penal (incluidos los abogados defensores, los fiscales, los peritos, etc.) puede verse discriminada o maltratada a raíz de los prejuicios personales, la falta de humanidad, la carencia de sentido de solidaridad, la ausencia de una sólida formación técnica y profesional de quienes desde cualquier nicho procesal ejercen su labor de operadores del derecho -esto por cuanto el proceso penal no es sino un escenario social inmerso dentro de la gran escena global de la vida cotidiana, y que como tal reproduce las inequidades de clase, de género, etc. propias de un sistema capitalista como el que vivimos-.
Pero en lo que es el ejercicio específico del ius puniendi el que recibe el ataque es el imputado y por eso sus facultades sí deben entenderse como un derecho de defensa. La importancia de esta noción es cerrarle el paso a quienes pretender reprochar la prevalencia de derechos en favor del imputado como una forma de impunidad y desvirtuar desde ya lo que desde esta perspectiva sería el falso dilema entre derechos del imputado y derechos de la víctima.
Sustentado lo anterior nos parece que merecen especial atención tres tópicos señalados por el profesor Tiffer en su afán de delinear el desenvolvimiento ético del derecho de defensa, a saber, el deber de lealtad del defensor para con otros actores procesales; la ejecución de maniobras dilatorias y el ofrecimiento de testigos falsos. Mención con la que esperamos demostrar que como parámetros para aquella delineación devienen en aspectos harto ideologizados.
Desde la asepsia con que en los artículos en mención se utilizan conceptos como ética, legalidad u objetividad cualquier discrepancia parece imposible; sin embargo si caemos en la cuenta no sólo de la polisemia de esos conceptos sino sobre todo del proceso de construcción de los mismos desde la perspectiva ideológico política de quien ejerce el poder, empezamos a darnos cuenta de que la discusión no queda ni con mucho aclarada.
Desde la perspectiva suscrita en esta nota de que el defensor no colabora con la administración de justicia, podría decirse que es casi aberrante la posición sostenida por las instancias de casación que tratan de desleal al defensor que recurre en casación la sentencia producida en un abreviado; o sea, que califican de desleal el ejercicio de los derechos del imputado por parte de su defensa técnica. Este ejemplo permite evidenciar como desde el poder (en este caso desde el ejercicio del mismo por parte de los jueces de la máxima instancia decisoria dentro del proceso penal) se construye una noción de lealtad que pasa por alto que el recurso al abreviado es una opción estratégica de la defensa (como lo es la decisión de declarar, de la escogencia del momento en que se ofrece la prueba, del diseño de un determinado interrogatorio, etc.) y que en el tanto no se amenace o engañe a los otros actores procesales el desenvolvimiento de esa estrategia puede llevar al cuestionamiento –por la vía del recurso de casación- de yerros que esos otros actores estaban en capacidad de detectar (caso del fiscal y del juez cuando se cuestiona la insuficiencia probatoria) o de evitar (caso del juez cuando se cuestiona la producción defectuosa de la motivación de la sentencia).
De igual manera si nos abocamos al análisis del parámetro denominado “maniobras dilatorias” nos damos cuenta de la carga ideológica que al mismo se le ha dado en detrimento de los intereses de la defensa. Mientras que prácticamente cualquier actuación de la defensa que tenga como resultado lógico técnico el alargamiento de la marcha del proceso cabría como maniobra dilatoria, lo cual llevaría incluso a la suspensión del término de la prescripción, no sucede a la inversa con las actuaciones de la judicatura. Recientemente la Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia ha considerado irregular y viciada de nulidad la práctica de los tribunales de juicio de acogerse al término para la redacción de la sentencia cuando dictan una sentencia oral; en otras palabras, la práctica de que pese a que la sentencia se va a enunciar de manera verbal no se dicta de inmediato sino que se convoca a las partes para dentro de un determinado plazo haciendo uso del término que la ley acuerda para los casos en que se redacta la sentencia por escrito.
Para la Sala ha sido evidente que se trata de un uso indebido de un plazo legal y de una forma absolutamente improcedente de uso del tiempo que sin duda al venir a suponer la necesidad de realización de un nuevo juicio implica una tardanza en la resolución del asunto. Sin embargo una actuación de ese tipo nunca merecerá en el imaginario forense el calificativo de maniobra dilatoria y por supuesto nunca redundará su denuncia y declaración en un beneficio para el imputado como devendría de considerar inexistente la sentencia malamente dictada con lo cual eventualmente aquel podría verse beneficiado con el instituto de la prescripción.
Finalmente la conceptualización que se haga del tema del ofrecimiento de testigos falsos podría conllevar a la fractura irreparable del núcleo de la relación imputado-defensor, cual es, la relación de confianza. Si se sostiene -como lo hacen muchos- que el defensor que ofrece un testigo que sabe que va a declarar falsamente (sin haber participado de modo alguno en la decisión de esa persona de mentir ni de estar dispuesto a presentarse en estrados judiciales) comete el delito de falso testimonio, la consecuencia será que el defensor deberá permanecer ignorante de la verdad del caso cuando la misma sea una que incrimina al acusado. Esto por cuanto si el acusado le confiesa ser responsable del hecho pero no estar dispuesto a aceptar una condena el defensor se vería imposibilitado de ejercer cualquier gestión judicial de ofrecimiento de prueba que tienda a exonerar al imputado porque toda ella sería necesariamente falsa.
Debería entonces el defensor permanecer en la ignorancia, no propiciar que en ejercicio de una relación de confianza su defendido le cuente incluso la verdad que lo perjudica para así actuar siempre de buena fe al no saber que está ofreciendo prueba que no puede ser verdadera o…defender solo a inocentes.

Defensor Público en Cartago, Costa Rica

lunes, 11 de octubre de 2010

El ejercicio de la Defensa Penal en una sociedad democrática



Los límites del abogado defensor*


Carlos Tiffer**




El rol del defensor y el derecho a la defensa en el proceso penal no han sido objeto de debate en el foro nacional. Hechos recientes demuestran la existencia de una tensión entre la Defensa Pública y el Ministerio Público.
La detención de una defensora en pleno juicio en Siquirres, ordenada por la Fiscalía a raíz de la supuesta manipulación de un testigo, motivó a un amplio grupo de defensores para marchar hasta el frente de la Corte Suprema de Justicia, denunciando intimidación por parte de los fiscales.
Más recientemente, la acusación y orden de arresto o presentación contra un defensor público de San José porque supuestamente divulgó información confidencial, generó una nueva protesta pública. Marta Iris Muñoz, jefa de la Defensa Pública, denunció una lista de al menos 14 casos de actuaciones que se podrían tomar como intimidantes.

Venganza versus justicia. Para entender este conflicto, es necesaria una referencia al contexto actual. El aumento del delito y la sensación de impunidad facilitan la proliferación de sentimientos de venganza, más que el sentido de la justicia.
Eso dificulta aún más la labor del defensor público, como la del defensor particular. Así como algunos consideran que el delincuente es un enemigo a quien es necesario aislar y hasta aniquilar, otros piensan que no es digno de una defensa profesional. Resulta más cómodo, fácil y hasta populista identificarse con las víctimas.
A veces se olvida que las víctimas también tienen derechos, tanto a participar activamente en el proceso bajo representación legal, como a una indemnización por los daños sufridos. Sin embargo, el fenómeno de la delincuencia es más complejo. No siempre es un simple conflicto entre autor y víctima, por lo que un buen sistema de justicia debe buscar el equilibrio entre los derechos de los acusados y los de las víctimas.
Es necesario entender que la defensa es un derecho de todos, sin ninguna discriminación, y más si se trata de un proceso penal, con implicaciones muy serias para la vida del acusado y su familia.
El Estado está obligado por normas legales, constitucionales e instrumentos internacionales a garantizar el derecho a la defensa y a proporcionarle al acusado un defensor. No se existe, según los estándares internacionales, un juicio justo sin el pleno respeto al derecho a la defensa.
Precisamente a la Defensa Pública le corresponde velar por este derecho, en el ejercicio de una labor técnica, profesional y de calidad, especialmente en beneficio de quienes no cuentan con recursos para pagar el servicio, que son la mayoría en el sistema penal. Es decir, personas que por su situación económica se encuentran en condición especial de vulnerabilidad y se les dificulta el acceso a la justicia.
Mediante la Defensa Pública se pretende satisfacer el derecho de acceso a la justicia de todos los ciudadanos en un Estado verdaderamente democrático. Para cumplir esos fines, la Defensa Pública debe ser activa y diligente. No se trata de una defensa nominal, por lo que es frecuente y normal la disputa con el ente acusador.
Al contrario, sería criticable una defensa sumisa y negligente. Además de una falta a los deberes profesionales, sería una violación al derecho a la defensa y, consecuentemente, a un juicio justo. Eso podría implicar la nulidad de una sentencia. El combate argumentativo demuestra realmente el carácter dialéctico y contradictorio del proceso penal. El rol del defensor público o privado es muy diferente al del fiscal y, y más aun que el del juez.
El dilema del defensor, especialmente el defensor público, es ser considerado, por un lado, como parte de un órgano de la Administración de la Justicia, por lo que su función debería estar orientada en la búsqueda de la verdad y la justicia. Esta visión se refuerza en nuestro país, donde la Defensa Pública es parte del Poder Judicial.
Por otro lado, se considera que el defensor solo se debe a su patrocinado, a quien muchas veces no le interesa la verdad ni la justicia, por lo que su actuación debería ser parcial, ser la voz del acusado frente al fiscal y al juez, con una interpretación de la ley y de los hechos que solo le favorezcan al imputado.

Deber de objetividad. La solución a este dilema la otorga el Código Procesal Penal, que en su artículo número 63 establece una obligación de objetividad para el Ministerio Público, no para la Defensa Pública. Es un deber de objetividad cuestionable en la praxis judicial, aunque formalmente los fiscales deben investigar no solo las circunstancias que permitan comprobar la acusación, sino, también, las que sirvan para eximir de responsabilidad al imputado.
Por el contrario, al defensor no le afecta ningún deber de objetividad. Debe elaborar su teoría del caso de la forma que más favorezca al imputado y velar por el respeto a sus derechos constitucionales.
Sin embargo, la función del defensor público o privado impone deberes y límites tanto legales como éticos. Conocer los límites de actuación del defensor es una obligación para cualquiera que desee ejercer el cargo con responsabilidad.
No hay duda de que el derecho a la defensa en el proceso penal es una garantía indispensable. Para considerarlo justo, según los estándares internacionales, un juicio requiere de la participación amplia, efectiva y diligente, del defensor. Sin embargo, existen límites y deberes impuestos a la función del defensor, ya sea público o privado. La afirmación del Ministro de Seguridad Pública nos debe llamar a reflexión: “no es posible que defensores públicos terminen convertidos en encubridores para procurar la impunidad de acusados” (La Nación, Página Quince, 05/08/10).
Tiene razón el ministro José María Tijerino. El defensor público o privado que se convierte en encubridor del imputado deja de ser defensor y se hace partícipe del delito, e incurre tanto en violación a la ley penal como en falta a los deberes éticos impuestos por la profesión de abogado.

Limitaciones legales y éticas. El uso abusivo de las libertades y derechos es frecuente en toda sociedad. El ejercicio del derecho a la defensa no es la excepción y, por eso, son necesarias las limitaciones legales y éticas. Las limitaciones no deben ser tantas que debiliten el ejercicio de la defensa, pero no hay derechos sin limitaciones.
La primera limitación para los defensores públicos o privados la impone el marco de legalidad. Particularmente, el ejercicio del cargo de defensor público impone los deberes propios de todo funcionario público. Probidad, honestidad y rendición de cuentas son algunos de los deberes exigibles a cualquier funcionario. Pero también el defensor particular, aunque ejerza una profesión liberal, está sometido a la legalidad y, si infringe los ámbitos jurídicos protegidos, incurre en responsabilidades.
Algunas limitaciones incorporadas a nuestro sistema procesal son, por ejemplo: la restricción del número de defensores (ningún acusado puede contar con más de dos defensores), la posibilidad de que el defensor sea legalmente excluido del proceso y, además, la obligación de actuar con observancia del deber de lealtad.
El deber de lealtad merece ser destacado, ya que no solo es un deber legal, sino también ético, y el defensor está obligado a observarlo no solo con su representado, sino, sobre todo, con la contraparte y muy especialmente con el juez. Todas las acciones y decisiones del defensor deben estar orientadas a la protección de los intereses de su patrocinado, sus derechos y garantías, siempre en procura del resultado que más le favorezca en el marco del respeto a la legalidad y actuando con lealtad.
El defensor incurre en responsabilidades penales si realiza cualquier tipo de favorecimiento personal o real, colabora o encubre al acusado o facilita la continuación de su actividad delictiva. El defensor puede también ser legalmente excluido y prohibirse la defensa común cuando exista colisión de intereses.

Actuación ética. Aunque al defensor no se le puede exigir una actuación objetiva, como a los fiscales, su actuación debe ser ética. Es necesario el respeto a los Principios Básicos de Naciones Unidas sobre la Función de los Abogados y también la observancia de las normas nacionales, tales como el Código de Deberes Jurídicos, Morales y Éticos de los Abogados, la Ley Orgánica del Poder Judicial y el Código de Ética Judicial. El ejercicio del cargo de defensor no solo requiere de conocimientos técnicos idóneos, sino que debe ser ejercido en forma ética. Es decir, mediante una conducta acorde a los preceptos de la ética profesional. En resumen, debe ser una actuación honesta.
Son variadas las actuaciones del defensor que podrían ser calificadas como faltas a la ética, pero las más frecuentes o las que han generado mayor conflicto con el Ministerio Público son las prácticas dilatorias, que no son más que un abuso del derecho mediante la interposición de gestiones o recursos manifiestamente improcedentes. Esta mala práctica está fuertemente vinculada con el atraso en la tramitación de los asuntos judiciales, por lo que tiene un alto costo para toda la administración de justicia. En segundo lugar, están las actuaciones del defensor respecto a las pruebas, que pueden ir desde enturbiar o manipular las pruebas, ofrecer pruebas falsas y hasta manipular a los testigos. En estos casos, el defensor se excede y falta a sus deberes éticos y legales.
Todas estas malas prácticas y actuaciones resultan reprochables y deben ser sancionadas. Lo que no resulta aceptable, tampoco, es que sea el mismo Ministerio Público el que ordene, por ejemplo, la detención del defensor como sucedió recientemente. Los fiscales deben poner en conocimiento de los jueces cualquier mala práctica y solicitar, si es realmente necesario, la citación, orden de presentación o detención del defensor.
Es a los jueces y a la Fiscalía del Colegio de Abogados a quienes corresponde vigilar el correcto ejercicio de las facultades y el cumplimiento de los deberes de los abogados, lo mismo que aplicar el régimen disciplinario cuando proceda.
La labor del defensor público o privado es sumamente compleja. Debe garantizar el acceso a la justicia para su patrocinado y vigilar el respeto a sus derechos fundamentales, sin actuaciones contrarias a la ley y a la ética. Muy bien lo señaló el jurista nacional Alberto Brenes Córdoba: “' la profesión de abogado, coloca constantemente a quien a ella se dedica, en situaciones muy dadas a poner a prueba la rectitud de su conciencia”.

*Originalmente este texto se publicó en dos artículos separados en la sección de Opinión del Periódico La Nación en fechas 19 de agosto y 24 de setiembre de 2010




**Abogado Litigante y Profesor Universitario, Costa Rica