REFORMULACIÓN DE LA UNIFORMIDAD DE LA JURISPRUDENCIA
COMO UN FIN DE LA CASACIÓN, A PARTIR DEL PRINCIPIO DE IGUALDAD
COMO UN FIN DE LA CASACIÓN, A PARTIR DEL PRINCIPIO DE IGUALDAD
I Parte
Karla María Barrantes Arroyo*
1. Introducción
La función de la uniformidad de la jurisprudencia de la casación, debe ser recuperada y redefinida en el Estado moderno de Derecho. La cual, desafortunadamente se encuentra oscurecida por la creencia de que la uniformidad en la interpretación de la ley, es sinónimo de sacralización del formalismo y de homogeneización autoritaria de la jurisprudencia. Siendo que, la función uniformadora constituye un objetivo para garantizar el principio fundamental de la igualdad. Vaya por adelantado que aquí va a entenderse la función uniformadora en un sentido diverso del originario, que precisa de otros conceptos interdependientes como son el de independencia del juez, vinculación del juez al ordenamiento jurídico, pluralidad de soluciones posibles y desformalización.
Es síntesis, no pretende reintroducirse la uniformidad de la jurisprudencia, en su concepción clásica, sino librarla de la clandestinidad y devolverle su papel que tan frívolamente se le ha negado. Para ello, el ensayo se dividirá en dos partes: La primera, desarrollará el modelo clásico de la Casación francesa (siglo XVIII), en el que la función de la uniformidad de la jurisprudencia, tuvo su exégesis en el principio de igualdad, el cual se identificó en la práctica con el principio de legalidad; en las teorías formalistas y, en la tesis tradicional de la única solución correcta. Con ello logro definirse la uniformidad de la jurisprudencia, en una acepción de justicia formal-abstracta, en el marco del interés de la ley. La segunda, abarcará la función uniformadora de la jurisprudencia en su concepción moderna, esto por un asunto de inevitabilidad histórica, pues no puede ignorarse, aproximadamente dos siglos de desarrollo, en los cuales se manifestaron las teorías antiformalistas, la aceptación de la pluralidad de soluciones correctas, el derecho internacional de los derechos humanos, específicamente, el derecho a la igualdad tanto en su acepción formal como sustancial, el derecho constitucional y, el arbitrio judicial. Resaltándose, así, la concepción moderna de la Uniformidad de la jurisprudencia en el marco del interés de la persona humana.
En síntesis, el recurso de casación se expondrá como un instrumento procesalI13
idóneo, encargado de garantizarles a las partes, la protección de los derechos constitucionales, que están también contenidos en los instrumentos internacionales, con la pretensión de lograr el mejoramiento del derecho humano en el recurso de casación en nuestro Estado democrático de Derecho.
En relación con la “Ley Creación del recurso de apelación de la sentencia, otras reformas al régimen de impugnación e implementación de nuevas reglas de oralidad en el proceso penal" (decreto legislativo Nº 8837) publicada en el Alcance número 10-A a La Gaceta Nº 111 del 09 de junio de 2010, es importante anunciar que, los miembros de la Sala Tercera, parten de la instauración del recurso de casación en su “diseño clásico”, en el que la uniformidad de la jurisprudencia, se desarrolló en el marco ideológico de las teorías formalistas, igualdad formal y en el que logró considerarse a la jurisprudencia como un atentado contra la autoridad del legislador (es decir, contra un órgano político, que en nuestro caso sería la Sala Tercera), como en su momento se detallará.
1. El desarrollo de la concepción clásica de la Uniformidad de la jurisprudencia en el marco del interés de la ley
Históricamente, el Tribunal de Casación nació en el marco de la gran tradición del pensamiento ilustrado, en el siglo XVIII, y fue producto de la Revolución Francesa, que se inspiró en las ideas de Rousseau y, en especial, en las de Montesquieu.
Rousseau, en su teoría del contrato social, abogó por una igualdad moral y legítima, es decir, que tuvo como regla primaria la relación entre estado y ciudadano y de la convivencia civil entre mayorías y minorías, concibiendo los derechos vitales del hombre como naturales y su garantía como condición de legitimidad de ese hombre artificial que es el estado y del pacto social que él mismo asegura.[1] Con fundamento a dicha teoría, la Asamblea Nacional Constituyente asumió, de un lado, un concepto absolutamente diferente al existente en el Antiguo Régimen, considerando ahora un nuevo significado que el concepto “ley”, asumió a través del contrato social. Así, mientras bajo la autocracia, en la que tenía fuerza obligatoria todo aquello que el príncipe ordenaba, y la ley no era más que la voluntad, con frecuencia arbitraria, de un monarca irresponsable, en la constitución edificada por la Asamblea nacional la ley era expresión de la voluntad general, el común mandato de todo el pueblo asociado en el Estado, con ello se abandonó el Conseil des parties y se asumió la creación de nuevo órgano[2].
El fundamento del Tribunal de casación estuvo, pues, conectado a este nuevo contenido que las doctrinas de Rousseau dieron, en general, al concepto de ley. Pero, este nacimiento está particularmente unido a un principio que la Revolución, en la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, proclamó, siguiendo las líneas de la teoría del contrato social: el principio de la originaria igualdad jurídica de todos los ciudadanos, y la consiguiente igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Así, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, del 26 de agosto de 1789, en su artículo 1, dispuso: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”.[3] Y que en su artículo 6, indica: “La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen el derecho de participar personalmente o por medio de sus representantes en su formación. Debe ser la misma para todos, tanto si protege como si castiga. Todos los ciudadanos, al ser iguales ante ella, son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y la de sus talentos”. La proclamación teórica de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, la creación de un cuerpo único de leyes iguales en abstracto para todos, se dirigía a la necesidad de custodiar la ley general y abstracta, como primera fuente del Derecho, y de garantizar que, en su aplicación, la ley fuera igual para todos, sin embargo, esto no fue determinante para la aparición inicial del recurso de casación, aunque sí, como se sabrá después su posterior desarrollo y consolidación.[4]
Esa concepción de abstracta y formal, se desenvolvió bajo la teoría del formalismo jurídico de la interpretación de la Ley, que parte de la creencia de que el sistema jurídico es esencialmente completo y comprensivo, y de que todas las cuestiones que se susciten tienen una respuesta preexistente[5] y única interpretación correcta. El juez conoce el derecho, y debe limitarse a declararlo en el caso concreto, no a crearlo[6]. Esta creencia se fundó en la doctrina de Montesquieu[7] sobre la separación de poderes –que básicamente proclama que es el legislador y no el Juez el que puede crear Derecho- y de que el Juez no es más que la boca de la Ley (mouth of the Law). Al respecto, exclama este autor: “La ley misma es el juez de todas las acciones de los hombres. Sin embargo, es llamado juez aquel elegido para pronunciarla, puesto que es la boca de la ley; pero nadie debe juzgar o interpretar la ley. La ley misma, en realidad, tal y como nos es transmitida literalmente, es el pensamiento y la decisión del Parlamento y del pueblo del país… Y el hombre que se arroga el interpretar la ley, o bien, oscurece su sentido y, por lo tanto, la vuelve confusa y difícil de comprender, o bien, le atribuye otro significado y de tal forma se coloca por encima del Parlamento, de la ley de todo el pueblo. Por eso la tarea del funcionario llamado juez es escuchar cualquier cosa que le sea sometida… tras lo cual debe pronunciar la desnuda letra de la ley, puesto que se llama juez no porque su mente y su querer deban juzgar las acciones de los imputados sino porque es la boca que debe pronunciar la ley, que es el verdadero juez”.[8] Junto a las palabras de Montesquieu sobre el juez boca de la ley, el que expresó esta concepción mecanicista de la jurisdicción fue Beccaria sobre el silogismo perfecto, quien dijo: “En todo delito debe hacerse por el juez el silogismo perfecto. Pondráse como mayor la ley general, por menor la acción conforme o no con la ley, de que se inferirá, por consecuencia, la libertad o la pena. Cuando el juez, por fuerza o voluntad, quiere hacer más de un silogismo, se abre la puerta a la incertidumbre. No hay cosa tan peligrosa como aquel axioma común que propone por necesario consultar al espíritu de la ley. Es un dique roto al torrente de opiniones. No menos tosco es el método de juicio prescrito por la ley napolitana de 1774 sobre la obligación de motivación de las sentencias: Que las decisiones se basen no ya sobre las desnudas autoridades de los doctores, que, desagraciadamente, con sus opiniones han alterado o convertido en incierto y arbitrario el derecho, sino sobre las leyes expresas del reino o comunes: (…) que las dos premisas del argumento estén siempre basadas en las leyes expresas y literales. El rey quiere que todo se decida según un texto expreso; que el lenguaje del magistrado sea el lenguaje de las leyes; que hable cuando ellas hablan y se calle cuando no hablan o, al menos, no hablen claro; que la interpretación sea proscrita; la autoridad de los doctores desterrada del foro y el magistrado constreñido a exponer al público las razones de la sentencia”. [9] Esa idea de la absoluta plenitud de la ley, de que juez solamente debía declararla y del silogismo perfecto, para lograr una legalidad extrema, dio lugar a que en materia penal, Beccaria, formulara el principio de legalidad, -nullum crimen sine lege- según el cual para que un hecho sea castigado debe estar previsto como tal en una ley existente, por lo que el juez está sujeto solamente a la ley y es su obligación aplicarla, con ello se asegura la máxima legitimación formal, criterio que fue tomado en consideración en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y el Código Penal francés de 1791, al considerarse la generalidad de la regulatividad de las normas penales como presupuesto de la igualdad penal, y de la dignidad del hombre.[10] Así, la igualdad en la aplicación de la ley se identificó en la práctica con el principio de legalidad, con el imperio de la ley. Por esto, el órgano de aplicación no debía hacer otras distinciones que las efectuadas por las normas mismas que aplicaba. En esta primera etapa el principio de igualdad se limitó a garantizar la correcta aplicación del ordenamiento jurídico. De modo que la aplicación desigual de la ley se confundía con la violación de la propia ley.[11]
Con ello se profesó una justicia formal de la exclusiva sujeción del juez a la ley[12], por la desconfianza extrema que persistió de que el juez se convirtiera en Legislador. La noción de justicia formal supone trato igual para los iguales y trato desigual para los desiguales, en este sentido, la igualdad es siempre una abstracción de la desigualdad existente. La justicia sólo determina la forma de la ley: que sea igual para todos los considerados como si fueran iguales y reviste, por lo tanto, la forma de la generalidad.[13] Al respecto, es importante rescatar que en la época liberal, no se interpretó la igualdad ante la ley como una exigencia de la igualdad de trato en el contenido mismo de la ley. Ello se debió a la primacía, en los Estados liberales, del Poder Legislativo, cuyos actos no estaban sometidos a control. Las Constituciones tenían una eficacia meramente formal y no una eficacia material como normas, cuyo contenido vinculara al legislador. Todavía no se había alcanzado la normatividad de la Constitución y el correlativo control de constitucionalidad de las leyes que caracterizan a los Estados constitucionales posteriores. Los textos constitucionales que establecían la igualdad tenían un carácter meramente programático y no vinculaba jurídicamente al legislador. Esto, unido al falso universalismo que identificaba al sujeto supuestamente universal de los derechos con una determinada categoría de seres humanos (los varones, blancos adultos, propietarios o al menos instruidos y ciudadanos), explica que durante mucho tiempo el principio de igualdad ante la ley coexistiera con el sufragio censitario, con la exclusión de las mujeres de los derechos políticos, con su subordinación legal al marido, con la desigualdad de trato legal de los llamados hijos ilegítimos respecto de los hijos legítimos, situaciones todas ellas que hoy se consideran incompatibles con el principio de igualdad ante la ley.[14]
Desde de este marco ideológico, la Asamblea Nacional creó el Tribunal de Casación, destinado a vigilar sobre la observancia de aquel complejo de normas, que expresaban, independientemente de toda arbitrariedad personal, la solemne voluntad del pueblo soberano ello en razón de que existía el temor de que los jueces franceses -que continuaron siendo los mismos del ancien régime-, no supieran adaptarse a los nuevos postulados surgidos de la Revolución e incluso llegaran a usurpar las funciones del Parlamento, único representante de la voluntad general, esto, en efecto, derivó en la creación de un órgano político, situado junto al Poder Legislativo, para controlar la actividad de los órganos jurisdiccionales e impedir que pudieran éstos salirse de los límites señalados en cada caso por la ley.[15]
Desde este punto de vista, la función de unificar la jurisprudencia en el período inmediatamente siguiente a la fundación del órgano de casación no podía ser prácticamente realizado por el Tribunal de Casación, nacido de la desconfianza de la Asamblea contra el Poder Judicial, y completamente inspirado en aquella concepción revolucionaria que negaba no sólo toda utilidad, sino en absoluto el derecho a que existiera jurisprudencia. Pues se consideró a la jurisprudencia como un atentado contra la autoridad del legislador[16]; se condenó así toda forma de jurisprudencia por parte de los tribunales, sustituyéndola por obligación de référé al legislador siempre que en un proceso el texto de la ley apareciese necesitado de interpretación. A base de esta concepción, que prevaleció en los primeros tiempos de la Revolución, ocurrió en la práctica que los jueces franceses, siempre que al juzgar se encontraban frente a una cuestión de derecho un poco complicada y oscura, suspendían el juicio y se dirigían a los órganos legislativos para tener una ley interpretativa: de modo que el cuerpo legislativo se encontraba sobrecargado de estos référés que llegaban de todas partes, mientras, además, los litigantes que debían esperar el resultado de la litis hasta la emanación de la interpretación auténtica, se encontraban colocados en la imposibilidad práctica de obtener justicia. Para remediar tales inconvenientes se tomaron medidas por parte del Ministerio de la Justicia, que hacía rechazar sistemáticamente por el Cuerpo legislativo los référés, negando que hubiese necesidad de interpretación auténtica y, sobre todo, por el Tribunal de cassation, que anulaba por exceso de poder (denegada justicia) las sentencias con las cuales los jueces suspendían la decisión bajo el pretexto de oscuridad de la ley. Pero, estos remedios encerraban un contrasentido: porque, de una parte, se prohibía a los jueces interpretar la ley y, por otra, se anulaba sus decisiones, porque no interpretaban la ley.[17]
La transformación del Tribunal de Casación, de control político del poder judicial, en regulador judicial de la interpretación jurisprudencial, se vio favorecida por la realizada codificación del derecho objetivo mediante la promulgación del Código Napoleón, que demostró que en la conciencia jurídica francesa ya se habían ido modificando aquellas ideas utópicas que habían dado lugar al mismo desacuerdo y en el que volvió a distinguirse, de un modo claro y preciso, entre la interpretación auténtica y la jurisprudencial, y se reconoció que, mientras la primera correspondía únicamente al poder legislativo, la segunda debía confiarse al poder judicial; admitió, que un Código, por muy cuidadosa que sea su redacción, no podía prever todos los casos de la vida jurídica y tenía la necesidad de ser en cada caso interpretado y declarado por la interpretación jurisprudencial; y se restituía a la jurisprudencia la parte correspondiente en la evolución del derecho, considerándola, en lugar de una peligrosa rival de la omnipotente Loi, en una colaboradora del legislador en la aplicación práctica de la norma. A base de estos nuevos conceptos, se dieron una serie de reformas legislativas, entre las que se destaca, la prohibición del Poder Legislativo de anular las sentencias del Tribunal de Casación -artículo 264 de la Constitución del año III del 22 de agosto del año 1795-, la posibilidad de que los órganos judiciales interpretaran la ley para el caso concreto, lo que trajo consigo, la inevitable abolición del référé législatif facultatif[18] -artículo 4 del Code Civil de 21 de marzo de 1804-, posteriormente, el 18 de mayo de 1804 el Tribunal de Casación asumió una nueva denominación Corte de Casación; y la codificación napoleónica, prohibiría al poder judicial la emanación de cualquier norma de carácter general y, por consiguiente, también la interpretación auténtica. La concepción revolucionaria resultaba así invertida en absoluto: ya que, al Poder Legislativo se le atribuyó la reserva de la interpretación auténtica, mientras que, la interpretación jurisprudencial, en lugar de prohibirla, no sólo se permitió, sino que incluso fue impuesta a los jueces. La Corte de Casación empezó a motivar sus resoluciones, e incluso designó al juez de reenvío cuál era el criterio que debía seguir en su decisión. Así, la Ley de 1.º de abril de 1837, suprime la figura del référé législatif obligatoire[19], y estableció el carácter vinculante de la decisión de la Corte de Casación para el segundo juez de reenvío, en cuanto al punto de derecho resuelto y se crean los chambres réunies con la finalidad de conocer los eventuales contrastes jurisprudenciales entre las diferentes Salas de Casación.[20] Con ello, desapareció la temida rivalidad entre Poder Legislativo y Poder Judicial, los jueces fueron considerados funcionarios públicos [sic.][21], lo que dio lugar a que a partir del año 1837, el órgano de casación desarrollara la tarea de uniformar la jurisprudencia y garantizara que la aplicación de la ley fuera igual en todo el territorio nacional.[22]
En síntesis, el modelo clásico de la Casación francesa (siglo XVIII), la función de la uniformidad de la jurisprudencia, tuvo su exégesis en el principio de igualdad, el cual se identificó en la práctica con el principio de legalidad. Siendo que, el Órgano de Casación no debía hacer otras distinciones que las efectuadas por las normas mismas que aplica, con ello se definió la uniformidad de la jurisprudencia, en una acepción de justicia formal-abstracta.
1.2 Justificación de la Uniformidad de la Jurisprudencia Clásica en las teorías formalistas del siglo XIX
La Casación Clásica asumió la tarea de uniformar la jurisprudencia en el marco de los postulados de las teorías formalistas de la interpretación y de la idea de justicia formal, la cual supone el “trato igual para los iguales y el trato desigual para los desiguales”, lo que tenía consonancia con la igualdad meramente formal en los derechos humanos, vista desde un punto de vista del Universalismo abstracto.
Esta concepción de la aplicación del derecho en el formalismo partió de que el ordenamiento es algo esencialmente completo y comprensivo, dotado de “plenitud hermética” o “finitud lógica”, del cual contiene respuestas preexistentes para todos los casos posibles (Silogismo perfecto de Beccaria), por esa razón, es solo los legisladores y no los Jueces los que pueden crear derecho. En ese tanto “…los Jueces no son más que la boca que pronuncia las palabras de la Ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes”[23] (Montesquieu), este solamente le corresponde descubrir el “Único significado verdadero” respuesta que se halla preestablecida, con precisión, en los textos del Derecho positivo. De manera que, el juez deberá inspirarse y resolver de acuerdo con el “espíritu de la ley” (Montesquieu) y a la “voluntad general” (Rousseau).
Esa idea fue heredada desde principios del siglo XIX, con la Escuela Histórica del Derecho, la cual surgió en Alemania y se caracterizó por su constante crítica a la idea tradicional del Derecho Natural, principalmente en la afirmación de un Derecho Universal y por la afirmación de autonomía ontológica del Derecho Positivo. Su mayor representante fue Federico Carlos de Savigny, quien sostuvo que el Derecho no puede ser una construcción a priori como lo sostenían los juristas iusnaturalistas del siglo XVIII, sino que es producto del espíritu del pueblo, por lo que el pueblo encuentra su más auténtica expresión en la costumbre. Las relaciones humanas al configurarse como jurídicamente relevantes son, “institutos jurídicos” caracterizados por tener naturaleza orgánica por la conexión interna de sus partes y su carácter cambiante. Por esto, para entender la regla jurídica, debe partirse de la misma idea de instituto, de la cual ha sido obtenida la norma (exigencia histórica), y, admitió, la comprensión de la totalidad de las normas jurídicas como una unidad con partes interdependientes (exigencia sistemática). Con ello, quiso lograr la función de la unidad orgánica del Derecho, a través de la coherencia y concatenación de los institutos y de las reglas jurídicas.[24]
Al igual que la Escuela Histórica, la Pandectística, heredó la exigencia sistemática, pero de tipo lógico-formal. Así, el conceptualismo del siglo XIX, concibió a la Ciencia Jurídica como la construcción de una pirámide conceptual, en que para obtener el conocimiento sistemático era necesario recorrer primeramente, los conceptos más específicos (plano inferior) y, posteriormente los conceptos de mayor capacidad sintética (plano superior) con el objeto de comprender la procedencia de cada concepto, y obtener, así, la unidad sistemática lógico formal piramidal. Ese conceptualismo piramidal, en el que llegó admitirse la posibilidad de obtener máximas jurídicas de los conceptos, fue representado por el jurista Puchta.[25]
Este cambio, fue seguido por Windscheid, quien fue fiel a las ideas de Savigny y de Puchta; sin embargo, introdujo un nuevo elemento, de tipo subjetivo en el Derecho: la voluntad racional del legislador. En el que el Derecho es identificado con la ley y ésta es considerada como expresión de la voluntad, guiada por consideraciones racionales, del legislador. De manera que la interpretación de la ley debe ser descubierta en ella, lo que el legislador quiso expresar y pensar y, sobre todo, lo que ha querido. Windscheid postula así un sistema de concepto sin lagunas del cual podía ser siempre obtenida la solución para los casos nuevos por medio de la deducción.[26]
A finales del siglo XIX, se manifiesta el pensamiento de Jhering, quien en su primer período, se caracterizó por ser partidario de la Jurisprudencia de Conceptos, de las ideas “organicistas” (naturalistas) y plantea la tarea sistemática del Derecho. Desarrolla la metodología lógico-deductiva de la Ciencia Jurídica. Para él la Ciencia sistemática del Derecho es una química jurídica lógica, que consistía en que el procedimiento debería actuar sobre la “materia prima” jurídica, haciéndola “evaporar en conceptos” hasta darles la forma de “cuerpo jurídico”. Como consecuencia postuló, un método de ciencia natural para la Jurisprudencia. De tal química jurídica era posible llegar a obtener nuevas máximas jurídicas antes desconocidas. Así, planteó la distinción entre “Jurisprudencia inferior”, la cual se ocupa de la aclaración del contenido de la norma, de la supresión de sus puntos oscuros e imprecisos, del planteamiento de principios y de la sistematización de la materia con los conceptos ordenadores, y la “Jurisprudencia Superior”, es decir, el propio método de Ciencia Jurídica, el cual se caracteriza, porque considera los conceptos como cuerpos independientes, análogamente a los cuerpos que son objetos de las ciencias naturales. Con ello, Jhering, concibió el sistema como una fuente inagotable de nuevo material; de modo que el orden jurídico era un sistema completo, concebido en términos analíticos o deductivos.[27]
En síntesis, para la Jurisprudencia Conceptual, los conceptos jurídicos generales eran los elementos causales de la ley, la ley se originaba de la mente subconsciente del pueblo y los juristas eran los representantes del estado más avanzado de tal mente colectiva. Por esto, los conceptos generales desarrollados por la jurisprudencia eran considerados como una emanación del espíritu del pueblo. En cuanto a la metodología de la decisión judicial, el juez debe aplicar la ley de acuerdo con las reglas de la lógica. Con ello, niega al juez la posibilidad de establecer propias reglas. La función del juez se limitaba a un enfrentamiento de las situaciones de hecho a los conceptos jurídicos, concibiendo el ordenamiento como un sistema cerrado de conceptos jurídicos y pretendiendo la primacía de la lógica. Era de tipo eminentemente cognoscitivo, era una labor meramente mecánica. Respecto de la estructura de la Ciencia Jurídica, era la exacta definición de los conceptos, con el doble objeto de ofrecer una explicación causal de las reglas jurídicas y de obtener de ellos la posibilidad de establecer nuevas reglas. Finalmente, la Jurisprudencia de conceptual utilizó como base de sus elaboraciones el método deductivo.[28]
Es desde el marco del positivismo legalista, que la Uniformidad de la jurisprudencia en su acepción clásica pretende asegurar y mantener la “exacta observancia de la ley” por parte de los órganos judiciales. Es así como, la Corte de Casación tenía la tarea de desechar las interpretaciones erróneas e indicar la única interpretación exacta, frente a la existencia de las diversas interpretaciones de una misma norma jurídica. De este modo, la interpretación dada por el alto tribunal lograba imponerse a los órganos de instancia, pues estaba presente una predisposición psicológica por seguir los precedentes del órgano de casación ante el temor a ver en caso contrario revocado, posteriormente, su sentencia. Con ello, el órgano de casación, aseguraba el fin de uniformar la jurisprudencia, aunque jurídicamente dicha interpretación no tuviera fuerza obligatoria.[29]
[1] Ferrajoli, Luigi. Derecho y Razón. Teoría del garantismo penal. Editorial Trotta, S.A., 1995, pp. 859-860.
[2] Calamandrei, P.: La Casación civil. 1945. Tomo I, Vol. II. Título V, Capítulo XIX, pp. 27-28.
[3] Fernández Ruiz-Gálvez, E. 2003, p. 30.
[4]Vecina Cifuentes, J. 2003, p. 25.
[5] Haba Müller, E. P. Axiología jurídica fundamental. 2004. p. 37.
[6]Vecina Cifuentes, J. 2003, p.129.
[7] “Todo estaría perdido” exclama Montesquieu, “si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares”, dado que “si va unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, pues el juez sería al mismo tiempo legislador. Si va unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor”. Y Beccaria, explicitando todavía mejor el nexo entre independencia, tutela de los derechos del imputado y verdad procesal, añade: “El soberano, que representa la misma sociedad, puede únicamente formar leyes generales que obliguen a todos los miembros; pero no juzgar cuándo uno haya violado el contrato social, porque entonces la nación se dividiría en dos partes: una representada por el soberano, que afirma la violación, y otra por el acusado, que la niega. Es, pues, necesario, que un tercero juzgue de la verdad del hecho; y veis aquí la necesidad de un magistrado, cuyas sentencias sean inapelables, y consistan en meras aserciones o negativas de hechos particulares”. En este sentido, la Constitución de Virginia, en su artículo 5, establece: “Los poderes legislativo y ejecutivo del estado deben estar separados y ser distintos del poder judicial”. Por su parte, la Declaración Francesa de 1789, en su art. 16 indica: “toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni la separación de poderes establecida no tiene Constitución”. (En: Ferrajoli, Luigi. Derecho y Razón.1995, pp. 587-588).
[8] Ferrajoli, Luigi. Derecho y Razón. 1995, p. 73.
[9] Ferrajoli, Luigi. Derecho y Razón. 1995, p. 75.
[10]Vecina Cifuentes, J. 2003, pp. 26, 32.
[11] Fernández Ruiz-Gálvez, E. 2003, pp. 61-62.
[12] Ferrajoli, Luigi. Derecho y Razón. 1995, p. 163.
[13] Haba Müller, E. P. Axiología jurídica fundamental. 2004. p. 37.
[14] Fernández Ruiz-Gálvez, E. 2003, pp. 58-59.
[15]Vecina Cifuentes, J. 2003, pp. 25-26.
[16] Calamandrei, P.: La Casación civil. 1945. Tomo I, Vol. II. Título V, Capítulo XXII, pp. 109-110.
[17] Calamandrei, P.: La Casación civil. 1945. Tomo I, Vol. II. Título V, Capítulo XXII, pp. 109-111.
[18] El référé législatif facultatif, consistía en que ante la eventual existencia de un problema de interpretación legal, se imponía al juez el deber de acudir a la Asamblea legislativa para que fuera ésta, como representante de la voluntad popular, quien ofreciera la interpretación correcta de la ley. (Vecina Cifuentes, J. 2003, p. 30).
[19] Référé législatif obligatoire, era la anulación por dos veces de una decisión judicial si, tras un nuevo reenvío, el tercer tribunal volvía a enjuiciar la cuestión en el mismo sentido que el censurado, ante un nuevo recurso de casación se hacía necesario remitir el asunto al poder legislativo para que fuera éste quien efectuara la interpretación auténtica del texto normativo, con la cual el Tribunal de cassation tenía la obligación de conformarse. (Vecina Cifuentes, J. 2003, p. 33.)
[20]Vecina Cifuentes, J. 2003, p. 37.
[21] Calamandrei, P.: La Casación civil. 1945. Tomo I, Vol. II. Título V, Capítulo XXII, pp. 111-113.
[22]Vecina Cifuentes, J. 2003, pp. 200-201.
[23] Ferrajoli, Luigi. Derecho y Razón. 1995, p. 39.
[24] Pérez Vargas, V. La Jurisprudencia de interés. Litografía e Imprenta LIL, S.A., 1991, pp. 16-18.
[25] Pérez Vargas, V. La Jurisprudencia de interés. 1991, pp. 18-19.
[26] Pérez Vargas, V. La Jurisprudencia de interés. 1991, p. 20.
[27] Pérez Vargas, V. La Jurisprudencia de interés. 1991, pp. 21-22, 39-41.
[28] Pérez Vargas, V. La Jurisprudencia de interés. 1991, pp. 48-52.
[29] Vecina Cifuentes, J. La casación penal. 2003. pp. 139-142.
*Fiscal del Ministerio Público, Costa Rica
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