martes, 29 de junio de 2010

Democracia y Defensa Pública


¡OH! ¿Y AHORA QUIÉN PODRÁ DEFENDERNOS?
(RÉQUIEM POR LA DEFENSA PÚBLICA)

Roberto Madrigal Zamora*


En tiempos de gran temor frente al aumento del delito –lo cual no es sino una consecuencia más de la violencia y la inequidad social que sufrimos- se corre el riesgo de olvidar que más que la prontitud y rigurosidad de la respuesta penal es su legitimidad la que la sostiene como un mecanismo válido de ejercicio del poder público. Y esa legitimidad depende del respeto irrestricto a las garantías procesales de todas las personas involucradas en un proceso penal, respeto que en nuestro sistema legal se ha hecho descansar en la existencia de un sistema de frenos y contrapesos que garantiza mediante un combate judicial con igualdad de armas la contradicción de pruebas y argumentos.
Esta contradicción se operativiza garantizando por una parte la actuación del Ministerio Público junto con los demás abogados que la víctima puede tener de su lado (querellantes y actores civiles) y garantizando por la otra la actuación de la Defensa de los intereses de la persona acusada. Tan imprescindible es para la legitimidad de la respuesta penal consagrar esta oposición de partes que el Estado por medio de la Defensa Pública proporciona asesoría y representación legal a aquellos acusados que no puedan costearla por sus propios medios, así como también la garantiza por medio de la Fiscalía a los denunciantes.
Si bien es cierto desde el punto de vista procesal la Defensa Pública no tiene ningún privilegio por sobre la defensa particular que ejercen los abogados litigantes desde sus oficinas privadas; es igualmente cierto que en cuanto conjunto de abogados integrantes de una institución que laboralmente se encuentra al cobijo del Poder Judicial, la Defensa Pública se convierte en una instancia que gozando de un gran espíritu de cuerpo produce -de manera unificada e ideológicamente sustentada- conocimiento y saber contestario y crítico justo lo que necesita el sistema jurídico para garantizar que la respuesta penal no responde a connivencias, injusticias y corrupción.
Aquella igualdad de armas de la que hablábamos se traduce en la práctica cotidiana del ejercicio del poder penal en la libertad de movimientos que debe tener el defensor público (y particular por supuesto) y que supone su derecho a interrogar por su cuenta a testigos y ofendidos, de obtener conclusiones técnicas por la vía de la entrevista privada a los peritos del caso, de revisar toda la documentación de la causa, de negociar con los demás actores procesales y dentro de los márgenes de la legalidad la aplicación de medidas alternativas, etc. y que viene a ser la única forma de poder encarar el apabullante poder del que goza la fiscalía.
Sin embargo, hoy por hoy quienes nos desempeñamos como defensores públicos, percibimos con total alarma la existencia de una tendencia a criminalizar y recriminar punitivamente el cumplimiento del alto encargo que legalmente se nos ha hecho: defender a ciudadanos considerados constitucionalmente inocentes y que son sometidos a un proceso penal.
Desde la existencia de un discurso más o menos subterráneo tanto en el foro como en la academia que parece pretender de los defensores lo que yo llamaría una actitud “colaboracionista” que se caracterizaría por la menor beligerancia posible en el ejercicio de la defensa técnica, pasando por la aplicación de los procedimientos disciplinarios que se ciernen como una Espada de Damocles permanentemente por encima de nuestras cabezas, hasta lo sucedido el jueves pasado en la localidad de Siquirres con la detención absolutamente desproporcionada (y por lo tanto ilegal) de una defensora pública con la consiguiente exhibición ante medios de prensa que casualmente se encontraban en el lugar; el ejercicio de la defensa penal en nuestro país enfrenta cada vez con mayor claridad un contexto de hostigamiento, por decir lo menos.
Aunque desde lo estrictamente normativo la Defensa Pública no es un órgano de naturaleza constitucional, desde el escenario de lo punitivo la nuestra más que una institución es una instancia de resguardo de los más caros valores democráticos como son la transparencia en la aplicación del derecho, la igualdad en el acceso a las respuestas estatales y la búsqueda de la justicia en la resolución de los conflictos sociales.
En un contexto político de desmedida voracidad penal con una reforzada institución encargada de dirigir la persecución punitiva de los ciudadanos y un deseo social desbocado de controlar todo lo que goce de libertad; nadie puede considerarse a salvo de la delación tergiversada, la denuncia anónima, el señalamiento maledicente o la actuación prepotente. Así que si no es por vocación democrática al menos por instinto de supervivencia nadie debiera tolerar el debilitamiento de la garantía de la defensa penal.

Defensor Público en Cartago, Costa Rica

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